Vamos a dar un paseo, abriendo nuevamente una pequeña ventana al pasado y vamos a echar un vistazo al Badajoz de hace 100 años. El Badajoz de 1912, año del hundimiento del Titanic y año en el que por primera vez se atreve un hombre a tirarse en paracaídas de un avión.
Para ello vamos a acompañar al redactor y al fotógrafo de la revista “La Ilustración Española y Americana” que nos visitaban este año.
El que será autor del consiguiente artículo contando la visita, fue el escritor y periodista cordobés Marcos Rafael Blanco-Belmonte. El artículo será publicado el 22 de agosto de 1912, aderezado con los fotograbados de Alfonso Ciarán.
En esta ocasión no vamos a interrumpir la narración de Blanco-Belmonte, notable poeta y uno de los mejores cuentistas españoles, para sumergirnos en su prosa, que dedica en este caso a la ciudad de Badajoz.
POR LA ESPAÑA HISTÓRICA
BADAJOZ
El viaje en ferrocarril desde Mérida á Badajoz es un paseo agradable. La nota blanquísima de los pueblecitos que se agazapan al pie de las colinas ó que se yerguen pintorescamente, como Campanario, en repechos ásperos ó en cumbres serreñas, imprime variedad al paisaje.
Corre el tren por una llanada en la cual amarillean los trigos cercanos á la madurez, y el cuadro tiene como marco austero los encinares solemnes, la majestad solitaria y muda de la dehesa extremeña.
Heridas por el sol de la mañana, espejean lanzando cegadores relámpagos unas bandas de hoja de lata: las trochas destinadas á contener la invasión del terrible enemigo de los campos.
Tras de aquellos diques metálicos no hay verdores de tallos, ni alegrías de hojas, ni encantos de vegetación primaveral; la langosta lo arrasó todo, matando brotes, destrozando esperanzas, arruinando hogares, quitando pan… Los campesinos, frente á las trochas, se llevan las manos á los ojos cual si experimentasen un deslumbramiento, y se frotan enérgicamente los párpados… ¿Es el reflejo del sol ó es la angustia del infortunio la causa de que las pupilas de los labriegos se abrillanten con brillo de lágrimas?
La locomotora, exhalando silbidos agudos, prolongadísimos, saluda — mientras galopa por una curva acentuada — á la ciudad de Badajoz, que asoma vistiendo con su caserío un monte no muy elevado.
Al salir de los andenes, el movimiento de ómnibus y de tranvías y la aglomeración extraordinaria de viajeros nos producen la impresión de que llegamos á una capital importante.
La impresión se acentúa al recorrer los quinientos metros de longitud del magnífico puente de las Palmas, sustentado por treinta y dos arcos. La construcción del puente ostenta, dentro de su aspecto moderno, elegancia y grandeza.
Ciarán hace alto para obtener una fotografía de la perspectiva de la ciudad desde la entrada del puente.
En aquel momento, un jefe de Aduanas—persona amabilísima que viajó desde Madrid á Mérida en el mismo departamento que nosotros—nos saluda y nos anuncia que vamos á encontrarnos con un Badajoz anormalmente risueño, con un Badajoz en plena feria.
Mi compañero hace un gesto de contrariedad, que no acierto á explicarme.
Al final del puente, la Puerta de las Palmas luce su robustez arquitectónica. Un exceso de celo la ha enlucido sin embellecerla. Cuando la lluvia y el sol se encarguen de la piadosa tarea de aligerarla de los afeites que la embadurnan, la Puerta volverá á tener su legítimo adorno: el prestigio de la senectud que se honra con las arrugas, surcos de los años, y con las canas, flores de plata del vivir.
Limpias, cuidadísimas, las calles pregonan la solicitud municipal. Las casas sonríen con sus rejas y balcones llenos de tiestos donde las rosas, los claveles y los geranios rivalizan en lozanía.
Por todas partes álzase un susurro de colmena en actividad; Extremadura entera y una porción respetable de Portugal han acudido á las fiestas de la antigua Pax Augusta, hoy Badajoz.
Dejándonos llevar por la corriente del gentío, subimos la calle del dulcísimo poeta Meléndez Valdés
y desembocamos en la plaza de la Constitución.
En el centro álzase la Catedral, hermosa obra en la cual la pureza del estilo ojival sufrió la influencia de gusto plateresco español y la del Renacimiento, del cual se derivó.
Un tocayo de Ciarán, aquel Alfonso que ganó en justicia el título de Sabio, hizo levantar la Catedral allá en la centuria decimotercera, y en el año 1284 el templo fué consagrado y abrióse al culto.
La voz de los cantollanistas retumbaba en las bóvedas, entonando versículos del rezo de Difuntos; en el centro del Crucero, sobre un túmulo cubierto con paño de negro terciopelo, veíase una mitra. El Cabildo celebraba las exequias de un prelado. Hasta diez ó doce señoras ancianas asistían al fúnebre acto.
Los que con ligereza inexplicable han afirmado que Badajoz carece de interés artístico, no han visto ó no han sabido ver las bellezas que guarda la Catedral badajocense, badajoceña, badajozana ó pacense, que así indistintamente puede llamarse.
El buen Alfonso dedicó lo más fervoroso de su admiración á un ideal Nazareno, obra del pincel de aquel Morales que fué apodado el Divino por su inspiración, más celeste que humana. Mi vista no se cansaba de contemplar una imagen de San Juan Bautista, modelo de prodigios escultóricos. Y los lienzos de Esquivel y de Jordán, y un soberbio sepulcro de bronce, obra del siglo XVI, y la rica decoración de azulejos de la Capilla de Figueroa, encendían nuestro entusiasmo, produciéndonos exquisitas sensaciones de arte.
Aprovechando el momento de la salida del Cabildo, nos deslizamos en el coro. La sillería, toda de nogal, es primorosa muestra del grado de perfección que alcanzaron los tallistas españoles en el siglo XVI. La gubia que ejecutó aquellas finas labores, logró aciertos dignos de los que en los bancos y en los sillones corales de la Aljama-Catedral de Córdoba inmortalizan el nombre de Duque Cornejo.
La oscuridad del templo, muy propicia á la meditación, paralizaba la actividad fotográfica de mi compañero. ¡Lástima grande no haber podido recoger alguna de las hermosuras que duermen ocultas en la penumbra de aquella iglesia!
Mientras vagábamos por el exageradamente remozado claustro—deteniéndonos ante el mausoleo donde descansan los restos del general Menacho,— recordaba yo la terrible leyenda de Badajoz, narrada de modo magistral por mi glorioso compatricio el genial autor de El Moro Expósito y de Don Álvaro.
Era en la época en que los bandos de los bejaranos y de los portugaleses se destrozaban fieramente, ensangrentando las calles de la ciudad. Llegó el día consagrado por la Iglesia á la Conmemoración de los difuntos, y en vano los bronces clamaron invitando al vecindario á rezar; la Catedral permaneció completamente desierta, tan desierta, que un sacerdote que salió á celebrar la misa encontróse solo, en soledad absoluta.
Angustiado, balbució las primeras preces, ascendió al altar, y, al volverse para pronunciar el primer Dominus vobiscum, sintió que el horror le helaba la sangre: la Basílica estaba totalmente ocupada por una multitud devota: las tumbas de las naves y los sarcófagos de las capillas habían volcado sus despojos en el templo, y aquellos despojos fosforescentes, esqueléticos, ataviados con jirones de sudarios, resguardados por herrumbrosas armaduras, apoyados en tajantes espadas, se inclinaban humildes, trazaban con trémulos dedos la señal de la cruz, y doblando la rodilla en tierra asistían al Santo Sacrificio, para que Dios no recibiese agravio, para que su nombre, olvidado por los que afuera se degollaban en lucha fratricida, hallase homenaje de merecido acatamiento siquiera por los que tuvieron para descanso eterno la paz del templo.
Música, desfile de tropas, vocear de vendedores ambulantes, piafar de corceles y trompetazos de automóviles, formaban en torno del silencio de la Catedral un Conjunto de disonancias regocijadas.
Desde un altozano de los arrabales pudimos abrazar el conjunto, la fisonomía de la ciudad: el cinturón de fuertes murallas, los baluartes de San Vicente, San José, Santiago, San Juan y San Pedro, y en el centro, descollando sobre todo —cual uno de los grandes prelados de la Edad Medía, que iban á la guerra rodeados de caudillos hazañosos,— la Catedral.
Para llegar hasta los desmantelados muros de la torre de Espantaperros —que acaso fué en lo pretérito atalaya contra la cual se estrellaron los ataques de los Musulmanes—tuvimos que apechugar con las molestias de una caminata por terreno nada cómodo. La torre deja ver el abandono que la va consumiendo y que, de no acudir á remediarlo, acabará con ella.
Advertidos por los gritos imperiosos del estómago de que era llegada la hora de interrumpir nuestras contemplaciones, nos encaminamos hacia la fonda donde habíamos depositado el equipaje.
Antes dimos un vistazo á la modesta iglesia del convento de la Concepción—cuya fábrica se remonta al siglo XVI, — donde se guardan algunos cuadros de bastante mérito, aunque no tanto que justifique el supuesto de que procedan de la paleta de Morales. Y también, antes, pasamos rapidísima revista al Museo provincial, instalado en el Palacio de la Diputación. Quede hecho el elogio del Museo afirmando que, á pesar de tener muy vivo el recuerdo de Mérida, aun hallamos en la colección de antigüedades badajocenses motivos de curiosidad y objetos dignos de atención y de estudio.
Unas hachas de piedra de la Edad prehistórica nos sugirieron ideas del hombre primitivo, en perpetua batalla para lograr alimento y albergue…
Momentos después, las ironías de la casualidad hicieron que, en el siglo XX, mi compañero y yo nos viésemos reducidos á la condición del hombre prehistórico.
—¿Habitación?-nos dijeron en la fonda.—¡Á ningún precio! ¿Cama? ¡Allá veremos si entre las doce del dormitorio grande hay de aquí á la noche alguna vacante! ¿Almuerzo? ¡Ustedes verán si se conforman con lo que podemos darles!
Ciarán me dirigió una mirada que era toda una elegía. Y entonces comprendí la adustez de su gesto cuando á nuestra llegada nos advirtieron que Badajoz estaba en feria.
Nos resignamos—como el que se somete á lo inevitable— á almorzar lo que pudieron darnos. Los anacoretas del Desierto hubieran aceptado como penitencia nuestro yantar.
Sin tener que esforzarnos para efectuar la digestión, tomamos café y paseamos un rato por las calles céntricas, confirmándonos en el juicio de que Badajoz es una ciudad culta, simpática y amante de sus hijos. La patria de Ayala, de Meléndez Valdés y de tantos otros varones ilustres en Ciencias, Letras y Artes, ha perpetuado esas memorias en monumentos, en lápidas, en nombres de calles ó de teatros, como manifestaciones de cariño materno, como reflejos de la gloria, que, según Balzac, es «el sol de los muertos».
Dejamos airas unos deliciosos jardines que embellecen la margen izquierda del Guadiana, y dimos en el espacioso ferial. Atardecía. El ganado se había acogido á la dehesa, dejando libre el campo de aviación y las orillas de la carretera, ocupadas por tribunas.
En aquellas tierras de plaza fronteriza, donde tantas veces combatieron portugueses contra españoles, moros contra cristianos, partidarios de Alfonso X y de Sancho el Bravo, y todo el ejército de Soult contra e! puñado de patriotas mandado por Menacho —que supo luchar, vencer y morir, mostrándose digno de] pueblo de Pedro Alvarado y de Vasco Núñez de Balboa,—iba á reñirse un poético combate.
Más de doscientos carruajes, engalanados vistosamente, desfilaron por el paseo. Los vehículos caminaban repletos de muchachas y de rosas, y era, en verdad, difícil señalar dónde acababan las flores vivas y dónde comenzaban las que hasta entonces crecieron perfumando parques.
Y cuando el jurado se aprestaba á dar la señal para que principiase la batalla, cuando la música lanzó un torrente de notas, Ciarán—que había estado conferenciando con el cochero de nuestra fonda provisional—me habló así:
—Ya tenemos resuelto el problema del lecho.
—¿En vacante producida en la docena de camas del dormitorio grande?—pregunté con horror.
—Nada de eso. Dentro de una hora escasa sale el tren; nuestro equipaje estará á tiempo en la estación; cenaremos donde podamos, y, á la una de la noche, entraremos en posesión de excelentes camas.
—¿Dónde?—interrogué.
Y mi compañero, apretando el paso, contestó con acento decisivo:
—¡En Lisboa!
M. R. BLANCO-BELMONTE.
3 comentarios:
Necesitamos más relatos de esta naturaleza para curar nuestro insufribre complejo. Muy recomendado para los ignorantes que lamentan que Badajoz no tiene nada que mostrar ni atesora bastante riqueza. Muchas Gracias
Ya lo dice bien claro Julián...muy acertada la publicación...
El artículo es muy interesante y su autor, indudablemente, mira todo con ojos optimistas, pese a no haber podido alojarse y comer decentemente en la ciudad.
Un poco despistado a la hora de situar Campanario en el trayecto de Mérida a Badajoz...
Y la mención a la Puerta de Palmas encalada o Espantaperros a punto de derrumbarse nos hace ver que en toda época cocieron habas los responsables del mantenimiento del patrimonio.
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