“…y cuando, pasados los siglos, los curiosos encuentren estos insignificantes apuntes en los puestos de libros viejos ó en los rincones de las guardillas, surgirá ante sus ojos, palpitante y viva, la generación presente con sus tipos, sus trajes, sus costumbres, sus viviendas, sus monumentos…”
Este era el humilde objetivo del periodista Sinesio Delgado al escribir sus apuntes de viaje titulado “España al terminar el siglo XIX” y publicado en 1897. Trabajo que muestra el incesante trajín de cuatro años, acompañado por su inseparable compañero Ramón Cilla, autor de los dibujos.
Siguiendo la serie de artículos dedicados a esta época, dejemos que nos cuente Sinesio como era el Badajoz de finales del siglo XIX. La calidad de las fotos no es buena, al no haber conseguido escanearlas directamente del original, pero creo pueden ayudar a visualizar el texto:
"Formidable aspecto presenta la ciudad de Badajoz, rodeada de imponentes fortificaciones, vista desde la verde y extensa llanura, regada por el caudaloso Guadiana, donde se levanta el montículo que la sirve de asiento.
A pesar de lo cual cuéstale a uno trabajo intimidarse con todo aquel aparato guerrero que no encuadra bajo aquel cielo azul purísimo y brillante, en aquella atmósfera despejada y tibia, sobre aquella alegre pradera inacabable. Compréndese que el aspecto militar se conserva por puro compromiso, sin ánimo de pelea, por el bien parecer de una plaza fronteriza, y para que no lo tomen a desprecio nuestros vecinos los portugueses, de cuyo carácter apacible y dulce no son de esperar ataques vigorosos.
Una vez en la estación, a la cual afluyen varios coches de un tranvía que no creo que tenga otro objeto, porque el casco de la población es excesivamente reducido, puede optarse por uno de estos vehículos ó alguno de los coches de hoteles.
Se entra en la capital por un magnífico puente sobre el Guadiana, puente defendido en sus dos extremos por hermosas puertas con torreones, garitas y terraplenes, para que desde luego pueda el viajero formarse idea del carácter de la población en que va a albergarse. A la izquierda de este puente, en la parte que da al río, la muralla es sencilla; pero en la que mira a la campiña del Oeste, y por consiguiente a Portugal, está formada por tres órdenes de defensas que imposibilitarían, ó poco menos, el asalto. Muros, garitas, fosos, contrafosos, aspilleras, reductos, perfectamente dispuestos y acondicionados, demuestran que la frontera está bien guardada en Badajoz... Actualmente y por fortuna crece en los fosos y en los glacis fresca y abundante hierba y pacen tranquilamente rebaños de ovejas en los puntos estratégicos.
¡Así sea por muchos años!
No hay que decir que la vida de la ciudad es militar esencialmente. La parte más importante del caserío la constituyen los cuarteles, dependencias de administración, parques, etc., y entre los transeúntes predominan los soldados de todas las graduaciones y de todas las armas.
La población es alegre, perfumada, vistosa... Las casas, blancas como la nieve, deslumbran de día, y contribuyen a aumentar la claridad de la luz eléctrica por la noche; en casi todos los balcones hay enormes tiestos cuajados de rosas y claveles; claveles y rosas que forman el principal adorno en el tocado femenino.
Forman el eje ó centro el campo de San Juan ó plaza de la Constitución y la calle de San Juan. Es el primero una especie de glorieta a que afluyen las vías principales, y en la cual está la catedral gótica, y es la segunda un callejón estrecho, embaldosado, en que los desocupados se pasan la tranquila existencia viendo desfilar al mujerío.
Del paseo de San Juan, enfrente de la calle del mismo nombre, parte la de Moreno Nieto, una de las principales de Badajoz, que tiene buenos edificios, entre ellos el Casino (un Casino muy elegante) y el palacio episcopal, y va a terminar en la plaza de Minayo, formada por un cuartel (¡y cómo no!), el seminario, el hospicio y hospital provincial y el teatro de Ayala, muy bonito, bien acondicionado y de construcción reciente.
En el centro de esta plaza se levanta la estatua en bronce de Moreno Nieto, que con Ayala, Hernán Cortés y Pizarro, forma la plana mayor de extremeños ilustres.
Detrás del teatro, y casi como continuación de esta plaza, está la de San Francisco, con otros dos cuarteles y un kiosco para la música, y por último, pocos pasos más allá, ya sobre la muralla, cierra la serie de plazoletas una glorieta en cuyo centro puede verse, si se quiere, un sencillo monumento dedicado a la memoria de Menacho, que defendió briosamente la ciudad contra los ataques de los franceses en 1811.
La perspectiva que se domina desde esta glorieta, asomándose por cualquiera de las troneras destinadas a los cañones, es verdaderamente encantadora. Una llanura florida, abrillantada por el sol de Abril, que se pierde en Portugal, y a la derecha, recostado en una colina, un pueblecito, Elvas, blanco como la espuma...
¡Las horas muertas se pasaría uno allí, apoyado en el muro, respirando aquella atmósfera templada y saturada de perfumes del campo!
Al otro extremo, tomando por la calle de San Juan arriba, se va a parar a una plazoleta de donde arrancan algunas callejuelas tortuosas y empinadas, de casucas bajas y enjalbegadas hasta la nitidez, que conducen a la plaza alta ó del mercado. Consérvase esta plaza en el mismo ser y estado de hace muchos siglos y no deja de resultar pintoresca, animada y alegre por el abigarrado conjunto de sus edificios, con soportales la mayoría; soportales de distintas épocas, uniformados por la cal, niveladora de castas.
Allí mismo, a dos pasos, está la plazuela de San José, que entre otras cosas, tiene un soportal árabe muy notable y una cruz de principios del siglo XVII.
La bajada desde esta plazuela hasta la muralla que da sobre el río se hace ó puede hacerse por la calle de San Atón (no vayan ustedes a creer que es Antón, como yo creí al leer el rótulo, burlándome tontamente de la errata). Y en esta calle hay una casa, notabilísima por su arquitectura, en сuya fachada existe una lápida conmemorativa que dice sobre poco más ó menos: «Aquí nació en 1090 San Atón, obispo de Pistoya».
La vía, tortuosa y desigual como todas las de la barriada, es de tan áspera pendiente que, a pesar de estar empedrada de puntiagudos guijarros, ofrece al transeúnte el constante peligro de una descalabradura.
En la parte baja de esta calle y en todas las adyacentes habita la gitanería, que abunda en Badajoz que es un portento, y pulula que es una bendición de Dios por todas las avenidas del puente.
En el cuadro formado por aquellas casas blanquísimas, bajo aquel sol espléndido, parecen figuras obligadas las de los mocetones bronceados, con su pantalón estrecho, su pavero enorme y su vara en el cinto, y las de las hembras casi negras, con sus faldas de volantes, su pañuelo terciado y su cabellera como el ébano enmarañada, revuelta y cuajada de flores.
Así, por ejemplo, en la plaza de Minayo, como llevo dicho, está el edificio destinado a hospicio y hospital provincial, y así consta en el letrero correspondiente, que no tiene menos de veintisiete azulejos, como pueden ustedes comprobar tomándose la incomodidad de contar las letras.
Los hombres del pueblo visten generalmente sombrerón de alas anchas (cordobés, para decirlo más pronto), algunos chaquetón listado con coderas de paño de otro color, y los labradores y gente del campo zajones amplios que bajan hasta la espinilla.
Algunos mozos he visto con gorros parecidos a las barretinas, pero terminados en punta como los que usan los sacristanes, rojos en su mayoría ó de otro color vivo y con una borla en la punta. Dícenme que son portugueses; yo ni quito ni pongo nacionalidad.
Y... nada más tengo que decir de Badajoz por ahora.
En vista de lo cual, y para matar la noche, como si no lleváramos en el alma veinte horas mortales de tren lento, nos metimos en el café Suizo, situado en la plaza de la Constitución, para lo que ustedes gusten tomar. Es de advertir, antes de pasar adelante, que en Badajoz no hay gran afición a la vida de café, según nos ha confesado un badajocense auténtico y legítimo, y para atraer concurrencia, tanto el Suizo como la Cervecería inglesa, que está en la calle de San Juan, han tenido que apelar a la varita mágica del canto.
Cuando nosotros entramos casi todas las mesas estaban ocupadas por labriegos que habían venido a la cuestión de quintas, y todas las miradas convergían hacia un tabladillo cercano al mostrador y pudorosamente oculto por un telón en que campeaban y hasta campaban... por sus respetos los atributos de la música.
Legados a las paredes había grandes cartelones que anunciaban:
«¡INDESCRIPTIBLE SUCESO¡
¡el jongleur equilibrista señor... Tal¡»
Y, además, en un espejo podía verse el programa de la función de aquella noche... que se ofrecía gratuitamente a los consumidores.
Consistía éste en tres romanzas ó coplas del citado Sr. Tal, otras tres de la Srta. Cual y dos dúos intercalados por la señorita Cual y el Sr. Tal. Por lo visto nada de prestidigitación ni de jongleur equilibrista. Pero había que conformarse.
Al fin, después de varios preámbulos y sinfonías ejecutados a conciencia por un piano y dos violines, se alzó perezosamente la cortina y apareció la Srta. Cual, muy modosita y muy candorosa, con sus mangas de farol y todo...
Cantó la romanza de la reina de Los diamantes de la corona, según tuvo la bondad de participarme Cilla, que caza esas cosas al vuelo, porque yo, dicho sea sin tratar de ofender a la Srta. Cual, me quedé sin oír una sola palabra, y se retiró entre tímidos aplausos (á los cuales uno desde aquí los míos) para que descansaran los tres jóvenes de la orquesta y nos preparásemos nosotros a admirar el clou del espectáculo, el indescriptible suceso...
Transcurrieron veinte minutos, que se me hicieron veinte siglos por la impaciencia y por la mala noche pasada, y se presentó en el tablado nuestro hombre.
Lucía el vistoso y extravagante uniforme de tambor mayor, llevaba a guisa de bastón un largo plumero, y en vez de borlas un manojo de cebollas sujetas al palo con un bramante. Aquel detalle cómico, que un público inteligente hubiera sabido apreciar en lo que valía, pasó completamente inadvertido para los que habían ido a las quintas.
Y otro tanto ocurrió cuando acabó de cantar aquello de:
«Melitón Parche y Redoble
bravo militar...»
acompañándose con taconazos, muecas y golpes de plumero.
¿Lo hizo bien? ¿Lo hizo mal? ¿Tenía gracia el Sr. Tal? ¿No la tenía? ¡Vaya usted a saberlo! Y aunque lo supiera usted, ¡vaya usted a describirlo, cuando lo mismos carteles anunciaban que el suceso era indescriptible!
De todos modos, crueldad sería hacer una crítica concienzuda de los trabajos del jongleur, cuando el presenciarlo no costaba más que treinta céntimos, café comprendido..."