Cuaderno de bitácora de un viajero a lo pasado de la ciudad que le vio nacer. Pequeñas cápsulas del tiempo, pequeñas curiosidades que voy descubriendo en el papel de los libros y periódicos de aquellos que fueron testigos de otro tiempo, y que con estos artículos vuelven a la luz. Quedan invitados a acompañarme en este viaje.

lunes, 21 de abril de 2008

El retorno del Abencerraje y el "Detente" bala. Badajoz 1936

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"Le retour de l'Abencérage", así titulaban el capítulo relativo a Badajoz en el libro publicado en Paris en 1937 "Cruelle Espagne" los hermanos Tharaud, Jérôme y Jean, inseparables viajeros que fueron plasmando en sus cuartillas multitud de sitios y lugares del mundo.

Con motivo del comienzo de la Guerra Civil española, aprovecharon para viajar por España e ir anotando sus impresiones sobre los lugares que fueron visitando. Llegaron a finales de agosto a Cataluña, después viajaron a Portugal, y tras su paso por Badajoz, siguieron su periplo por otras ciudades.

A Badajoz llegaron varias semanas después de su conquista por las tropas Nacionales del 14 de Agosto de 1936.

Curioso título el que escogen los hermanos Tharaud: "el retorno del Abencerraje", queriendo recordar a la familia guerrera musulmana que intervino notablemente en las guerras del reino de Granada en el siglo XV, ya imponiéndose a los emires, ya sosteniendo a diversos reyes y pretendientes. Sus continuas luchas con los cegríes favorecieron la conquista del reino de Granada.

He aquí la visión que tuvieron de la ciudad que se curaba de su enésima batalla:

"La ciudad tenía un aire festivo que respiraba después de una horrenda pesadilla.

A esta hora del crepúsculo, todo el mundo sale de su casa para dar una vuelta, y subir y bajar la calle mayor, o mejor dicho, la calle principal de la ciudad, porque es tan estrecha que a duras penas pueden andar tres personas a la vez.

Todas las ventanas están con banderas rojas y gualdas, que son los viejos colores de España. En los balcones, tapices de vivos colores como en Marrakech o en Fez en los días de fiesta, y pancartas con las palabras “¡Viva España! ¡Viva el Ejército! ¡Viva las milicias de los hijos de la Patria!”

Estas banderas, estas pancartas, toda esta juventud dan a las tristes calles de Badajoz un estallido de entusiasmo y de vida. Yo creía que la España romántica, la España de las peinetas, de los abanicos, de los rizos en la sien, las mantillas y los guiños, estaban caídas en el reino de las viejas lunas, a punto de desaparecer. ¡Error! En Badajoz esta España existe todavía.

Sólo eran grupos de jóvenes encantadores y jovencitas pasando, y volviendo a pasar, delante de los dos o tres pobres cafés, en los cuales no había ni un sitio libre, intercambiando alguna mirada rápida con algún cliente, o respondiendo pícaramente a los piropos que se murmuraban a su paso. Una cálida y voluptuosa atmósfera envolvía a la ciudad donde apenas no quedaban casas sin impactos de metralla o de fusil. Los curas, con su sombrero, se paseaban de dos en dos y charlaban con los notables sobre los acontecimientos, y con su apacible seguridad mostraban como ellos habían vuelto a tomar su antigua autoridad.

Entre la multitud, muchas jóvenes vestidas de milicianas, chaqueta azul y falda caqui. Era difícil imaginar en la batalla a estas personas amables, ni en los campamentos en medio del vigoroso Tercio. ¿Que servicios podía ellas hecer? Temblaba sólo de pensarlo…

Había personajes maduros, pertrechados de cinturones y arneses, con revólveres, cartucheras y puñales, el médico, el farmacéutico, el tendero, Sancho y Don Quijote…, cogidos de los brazos por sus esposas, admirativos y radiantes; incluso los niños vestían con algo parecido a un uniforme; un aire de comedia que habría provocado la risa si no fuera por las circunstancias.

Se veía también a la multitud que no dejaba de subir y bajar la calle, marroquíes, legionarios heridos en los últimos combates con bastones y muletas, o el brazo en cabestrillo y la cabeza vendada. Y todos estos paseantes, mujeres, niños, jóvenes, eclesiásticos, burgueses, soldados del Tercio, regulares, falangistas, requetés, llevaban colgados sobre el pecho la cinta roja y gualda, la cinta nacional, y debajo “detentes”, sagrados corazones de Jesús bordados sobre un trozo de tela, crucifijos más grandes que la mano, medallas de todas las clases, de todas las formas, de todas las dimensiones, de todos los metales, medallas de la Virgen, medallas del Cristo-Rey, y sobre todo medallas de nuestra señora del Pilar de Zaragoza. Los marroquíes tenían su propio “detente”, como no podían lucir una medalla de Cristo-Rey o del Pilar. Estaban adornados con pequeños trozos de tela blanca, donde destacaba, en rojo, el emblema de la media luna.

La catedral sobresalía en todo este mundo, la plaza y los cafés. No es que sea una iglesia ilustre de España, pero sin embargo no deja de ser interesante, con su aire de fortaleza siempre dispuesta a repeler las invasiones sarracenas, y hace gracia, por el contrario, su fachada renacentista un tanto delicada.

Cuando en mi paseo entré allí, las vidrieras rotas dejaban pasar totalmente la luz de fuera, las puertas destrozadas habían sido arregladas, las losas limpiadas, la nave había vuelto a tomar su acostumbrado aire apacible y, a esta hora crepuscular, estaba llena por el murmullo de los rezos que salmodiaban a media voz.

Enfrente, sobre la reja del coro, dos mujeres con vestido negro recitaban en voz alta palabras de súplica, en las que la velocidad y el énfasis apasionado contrastaban con la serenidad de los rezos que parecían querer tranquilizarlas. A parte de los que rezaban y de las dos mujeres arrodilladas, la iglesia estaba vacía, cuando vi entrar otras dos mujeres seguidas de cerca por dos jóvenes con uniforme de falangista, con sus medallas en el pecho. Durante unos minutos me divertí con sus maniobras.

Las jóvenes habían ido al principio a arrodillarse ante el altar principal, sus caballeros andantes estaban arrodillados detrás de ellas y rezaban también. Después se levantaron, dieron una vuelta alrededor de la iglesia, parándose en cada capilla para arrodillarse y decir sus oraciones. Los jóvenes que las seguían las imitaban en todo, y estaba muy claro que, unos y otras lo único que querían eran conocerse mejor. Si un sacerdote no les hubiera seguido de lejos, sin quitarle los ojos un instante…

Decididamente en Badajoz, después de la tormenta, todo ha vuelto a tomar el aire de antes, de la época de Cervantes o de Lope de Vega.

Esta tarde, bajo las naves con luminarias eléctricas pobremente encendidas, en medio del coro, en su desierto de madera esculpida, entre las dos mujeres de negro y la juventud errante, nos podíamos hacer una idea de la religiosidad de la ciudad y del color que ha tomado bajo la influencia de los acontecimientos.

Al salir de la catedral, estaba dispuesto a recorrer las calles estrechas y empinadas, pavimentadas con piedras puntiagudas. A cada instante encontraba alguna pequeña iglesia o una capilla de convento, en la que la puerta estaba entreabierta.

Toda la gente, que a todas horas iban y venían por delante de los cafés de la plaza, se encontraba ahora agrupadas en estos modestos oratorios. Era la hora en la que toda España rezaba la letanía por el éxito de las tropas de Franco.

Por la mañana subí a la Alcazaba. Los accesos a la ciudadela están protegidos nada más que por montones de sandías e inmensos cestos de uvas moscatel, que habían sido transportadas a lomos de mulos y burros por los campesinos de los alrededores. Estábamos a finales de septiembre, momento en el que todos los pueblos huelen a fruta madura.

La puerta, franqueada por un sendero empinado entre setos, llega a la explanada donde los árabes habían construido este conjunto de murallas y torres, de palacios y de pabellones ligeros, de corredores y de jardines secretos, de fuentes y de juegos de agua, que servían de residencia a los jefes y de refugio en caso de ataque.

Esta Alcazaba de Badajoz había sido edificada por los príncipes de una de las pequeñas dinastías árabes, que, a la caída del califato de Córdoba, se habían repartido los restos y fue, junto con Granada, el último punto del Islam que consiguió mantenerse en España. Sin duda, no se vieron aquí nunca las grandes maravillas de la Alhambra, y si hubo alguna belleza, no queda ningún vestigio. A parte de una entrada en bayoneta con su puerta de herradura, algunas ventanas trilobuladas y la campana de una capilla que fue antaño un minarete, nada más que construcciones insípidas obras del genio militar y que han sido transformados en hospital. Estaban llenos de legionarios y soldados heridos, algunos de los cuales se calentaban al sol en sillas y los otros vagaban con las muletas aquí y allá. Alrededor de estos edificios horribles, el viento transportaba un polvo amarillento, arrancado de todos los detritus que hacían de esta explanada un basto depósito de inmundicias. Habían convertido el aire en irrespirable, así que los olores dejados por los vivos y los muertos permanecía allí y se necesitaba tener un gran deseo para visitar los viejos restos árabes, para vagar entre esta polvareda que no tardaba en cubrirnos de una mortaja de hollín infecto.

Al olor se añadía, (¡felizmente, por otra parte!) el acre perfume de humos que el viento bajaba sobre esta colina fúnebre. Entrábamos en la estación en la que se quema las malas hierbas y toda la llanura no era más que una inmensa hoguera, lo que apenas contribuía alegrar el pensamiento.

A través de este velo, gris yo veía a mis pies, un barrio miserable que debía haber sido poblado, creo yo, por los defensores.

Se había luchado casa por casa, no había más que ruinas.

En estos escombros los niños desnudos paseaban sus prominentes barrigas, mientras que sus madres, en cuclillas, ante las hogueras, preparaban la comida.

Sobre el umbral de lo que había sido una puerta, la gente sentada, las manos colgando entre las dos rodillas, los ojos fijos en la tierra, soñando con no sé qué… en lo que había pasado aquí el 13 y el 14 de agosto último, en sus padres, en sus amigos caídos o fusilados. Ellos también, como todo el mundo, llevaban en sus ropas andrajosas la cinta roja y gualda, el sagrado corazón y las medallas, pero no era necesario ser muy inteligente para adivinar que los hubieran tirado con mucho gusto al arroyo.

Estas casas hundidas lindaban con un barrio que había sufrido mucho también.

Pero todas las mujeres han vuelto ya, incluso parecían más numerosa que otras veces, atraídas por la presencia de todos los legionarios y marroquíes, que se apresuran ir alli tan pronto como tienen permiso para salir del hospital.

Las charlas de las mujeres harapientas, los melones y las uvas que chorreaban ante las puertas como un tesoro inagotable, estos marroquíes que iban indolentemente, de dos en dos cogidos por el dedo meñique, tocados por un fez rojo, otros con un turbante blanco, todos tenían en la mano una de estos garrotes que acaban en una maza (hacían de bastón, como en Marruecos), daban a este entorno una vida que yo reconocía por haberla visto tan a menudo en Fez o Marrakech. Después de tantos siglos de olvido estas chicas parecían contemplar con placer a estos grandes guerreros bárbaros, y ellos por su parte, se reencontraban con estas bellezas españolas. ¿no serían que sus padres las llevaban a los harenes para hacerlas esposas o sirvientes?.

En estas oleadas de cojos, de lisiados, de tuertos y de mancos, que paseaban con una indolencia tan orgullosa por este miserable barrio de placer, bordeado por las guirnaldas de fruta de este bello otoño, yo me fijé en un joven soldado que tenía un parche en el ojo y se distinguía de sus compañeros por su máxima indolencia, de orgullo y de juventud también. ¿Qué edad podía tener? 16 años, 17 todo lo más.

Me había dado cuenta ya en uno de los cafés de la plaza que todos los consumidores querían tener su marroquí en la mesa. Y ellos, justamente por su aspecto tenían un particular éxito. Eran, evidentemente uno de estos jóvenes reclutas comprometidos a toda prisa en Tetuán y Ceuta por los adeptos de Franco. Para mi era un joven árabe, el último Abencerraje, que volvía con las armas en la mano a los dominios de sus padres.

Aquí todo le pertenecía: la Alcazaba, donde allí arriba su familia había combatido, la canción de las mujeres, parecidas a las que oían en su país; el patio de las casas, inspirados en arquitectos de su raza; la albarda de los mulos; la silla y los estribos de los caballos; sí, todo era para él una danza del vientre de esas chicas que, de vez en cuando se ponían a bailar delante de su puerta entre los melones y las uvas. Y yo, mirando a este joven marcharse con su paso indolente, balanceando el bastón en la mano y, jugando, con la otra con el machete colgado de su cintura: “¡Que extraña vuelta de las cosas!, me decía yo. He aquí que vuelven como vencedores en estas llanuras donde sus ancestros estuvieron hace seis siglos.

En este momento una enorme verdulera, cogida de su brazo, lo introducía hacia su habitación abierta, como una guarida, entre dos casas derrumbadas. Él la seguía dócilmente. ¡Verdaderamente era una pena! Si el destino hubiera sido consecuente hasta el final, debería haber metido, esta tarde, en la cama del Berebere, la chica más bella de la ciudad."

Debo agradecer a Inma Soriano su inestimable ayuda para la correcta traducción del francés del texto original.
En el texto original en francés, cuando escriben "emblèmes de piété" y "insigne de piété" me he tomado la libertad de traducirlo por "detentes", que así es como son conocidos en España.

El "detente" es un pequeño emblema que se lleva sobre el pecho con la imagen del Sagrado Corazón.

Se le conoce también como el “Pequeño Escapulario del Sagrado Corazón”, aunque no es, en el sentido estricto de la palabra, un escapulario.

Proviene de Santa Margarita María Alacoque (1647-1690). Ella cuenta así su revelación:

"Estando yo delante del Santísimo Sacramento me encontré toda penetrada por Su divina presencia. El Señor me hizo reposar por muy largo tiempo sobre su pecho divino, en el cual me descubrió todas las maravillas de su amor y los secretos inexplicables de su Corazón Sagrado."

En una carta dirigida por ella a la Madre Saumaise el 2 de Marzo de 1686 le dice:

“Él (Jesús) desea que usted mande a hacer unas placas de cobre con la imagen de su Sagrado Corazón para que todos aquellos que quisieran ofrecerle un homenaje las pongan en sus casas, y unas pequeñas para llevarlas puestas”.

Ella misma llevaba una sobre su pecho, debajo del hábito e invitaba a sus novicias a hacer lo mismo.

Hizo muchas de estas imágenes y recomendaba que su uso era muy agradable al Sagrado Corazón.

Fue especialmente en el año 1720, durante una terrible plaga en Marsella, que este pequeño escapulario, o como se le llamó “Salvaguardia”, se difundió entre todos los fieles. Este “Detente” consistía en un pedazo de tela blanca en la cual la imagen del Sagrado Corazón era bordada, con la leyenda “Oh Corazón de Jesús, abismo de amor y misericordia, en ti confío” (Las palabras: “Detente, el Corazón de Jesús está aquí” corresponden a un período posterior).

Ella hizo, con la ayuda de sus hermanas en religión, miles de estos emblemas y los repartieron por toda la ciudad y alrededores. Poco después la plaga cesó.

En el tiempo de la Revolución Francesa se desató una violenta persecución contra la Iglesia. Estos escapularios se consideraron como evidencia de hostilidad al régimen revolucionario. Durante el juicio de la reina María Antonieta, se produjo en su contra, como evidencia, un pedazo de papel muy fino que se encontró entre sus pertenencias, en el que la imagen del Sagrado Corazón estaba dibujada, con la llaga, la cruz y la corona de espinas, y con la leyenda: “Sagrado Corazón de Jesús, ten misericordia de nosotros.”

El Papa Pío IX concedió, en el año 1872, una indulgencia de 100 días una vez al día a todos los fieles que usaran alrededor de sus cuellos este emblema piadoso y rezaran un Padre Nuestro, Ave María y Gloria.

Como no es un escapulario en el sentido estricto de la palabra, sino más bien un escudo o emblema del Sagrado Corazón, las reglas generales para el escapulario propiamente llamado, no son aplicables a él. Así que no necesita ni una bendición especial, ni una ceremonia o inscripción. Es suficiente con usarlo para que cuelgue en el cuello.

En España se utilizaron en la Guerra de la Independencia y sobre todo en las Guerras Carlistas, y son precisamente los Requetés los que extendieron su uso en la Guerra Civil española como "detente bala" como protección en los combates.

Ejemplo de Detente de la Guerra Civil:



Ejemplo de Detente de la 3ª Guerra Carlista:



Ejemplo de Detente de la Guerra de la Independencia: