Cuaderno de bitácora de un viajero a lo pasado de la ciudad que le vio nacer. Pequeñas cápsulas del tiempo, pequeñas curiosidades que voy descubriendo en el papel de los libros y periódicos de aquellos que fueron testigos de otro tiempo, y que con estos artículos vuelven a la luz. Quedan invitados a acompañarme en este viaje.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Badajoz en la faz de España de Gerald Brenan (1949)

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Estaba el sol del 5 de abril de 1949 en su ocaso cuando Gerald Brenan llegaba a la estación de Ferrocarril de Badajoz procedente de Castilla la Mancha. Badajoz le traía singulares y lejanos recuerdos escolares: el saqueo de las tropas de Wellington, el poema de Thomas Hood…

Recordaba cómo, en Bible in Spain, Borrow cruzaba los brezales silvestres que rodeaban la ciudad, escuchando a las lavanderas cantar sus canciones junto al río, sus gitanos…

Después de haber oído y leído tanto sobre Badajoz por fin llegaba ”en la grisácea luz del atardecer a aquella blanca ciudad apelotonada en su colina, que era la famosa fortaleza del Guadiana”.

El escritor e hispanista británico Gerald Brenan, gracias a una herencia, tuvo los suficientes medios económicos para marcharse a Granada, donde, desde 1919 hasta 1936, residió largas temporadas en busca de tranquilidad para dedicarse a sus pasiones favoritas, la lectura y las caminatas. Allí le conocieron como don Geraldo. En 1949 regresa a España para hacer un recorrido turístico de poco más de dos meses al estilo de los viajeros románticos del siglo XIX, y como consecuencia de él publica en 1950 el libro de viajes The face of Spain (Turnstile Press, Londres, 1950) que se tradujo por primera vez como La faz actual de España (Trad. de M. Amilibia, Buenos Aires, Losada, 1952) y posteriormente en España como La faz de España (Trad. de D. Santos, Barcelona, Plaza y Janes, 1985).

Tras apearse en la Estación de Tren, atravesó el puente, y tras subir a través de las estrechas calles, llegó al hotel:

Demostró ser un lugar bien llevado y moderno, con un salón y un cocktail bar (en absoluto como el de Borrow). Nos dijeron que era un punto de parada para los automovilistas que viajaban entre España y Lisboa”.

Después de reservar habitación sale para tomar una copa:

Badajoz, como nos reveló la primera ojeada, ha conservado su planta morisca. Sus calles son empinadas y estrechas, y pocas admiten el tráfico rodado. Siguiendo una de ellas, salimos a lo que evidentemente era el centro de la ciudad, la plaza de la Catedral. La multitud nos asombró. Arriba y abajo de la calle que la atraviesa, la cual, puesto que sigue paralelamente el borde del cerro, es relativamente llana, avanzaba una densa masa de gente de clase media, hablando, riendo, gesticulando. Era la hora del paseo de la tarde: las chicas llevaban sus mejores galas; los jóvenes habían peinado y puesto brillantina en sus cabellos, y tantos rayos y destellos de ojos y dientes pasaban entre ellos, que uno habría dicho que era algún día especialmente festivo. ¡Que contraste esta escena de vida y alegría con el mortecino y melancólico aspecto de La Mancha!”.

Tomamos una copa en uno de los grandes cafés que estaban frente a la catedral, y luego nos unimos a la procesión de doble sentido que iba arriba y abajo por la estrecha calle. En un punto concreto, señalado por una cuesta más empinada, su carácter cambió: los paseantes de clase media daban media vuelta, y una procesión de gente de clase trabajadora los sustituía. Siguiéndoles, llegamos a la plaza del mercado, conocida como la plaza Alta. Es un recinto oblongo formado por altas y blancas casas con arcadas, con ese reservado aire de esfinge de las casas construidas al estilo clásico, y datado, imagino, de principios del siglo XVII. En su extremo más alejado se ve prolongada por dos hileras de edificios más bajos pero más macizos, cuyas arcadas son sostenidas o bien por cortas columnas o por pesados pilares de ladrillo: esas casas, me dijeron, se remontan al siglo XIII. Son con mucho lo más impresionante que tiene Badajoz, y vistas a la luz de las farolas, con sus paredes gruesas, blancas y con incrustaciones calizas, y sus interiores parecidos a sótanos, y las torres del castillo árabe alzándose espectralmente tras ellas, satisfacen todos los deseos no expresados de aventura y misterio. Es también el barrio de la prostitución en la ciudad: regresando a él más tarde aquella misma noche, cuando la hora del paseo había terminado, descubrimos que había adquirido una siniestra y maligna cualidad. Los burdeles, que ocupan la calle de la Encarnación, habían soltado a sus ocupantes, y chicas chillonamente vestidas y desvestidas se paseaban por entre las arcadas e intercambiaban miradas con tipos que merodeaban al estilo apache y soldados borrachos. La Policía abandona su puesto en la plaza a las diez de la noche y las estrechas callejuelas que conducen colina abajo están a oscuras. A partir de entonces no es un sitio recomendable para pasear.”

Al día siguiente continúa Brenan su paseo por Badajoz:

Badajoz, vista a la luz de la mañana, ofrece una impresión mucho menos excitante. Uno ve entonces una deslustrada y pequeña ciudad provinciana con un núcleo de tenderos y oficiales de clase media, unos cuantos soldados, contrabandistas, mercaderes de ganado y tratantes de caballos, y un amplio grupo marginal de extrema pobreza…

Desde la catedral subimos hasta más allá de la plaza Alta, al castillo morisco. Es una espléndida ruina en descomposición, coronada como una dama eduardiana con extraños y desvencijados objetos que resultan ser nidos de cigüeñas…

En el castillo hay otros edificios de fechas posteriores, así como un espacio abierto donde estuvo en su tiempo la ciudad interior, con los palacios de los duques de Feria, el arzobispo y los Caballeros de Calatrava. Este espacio forma hoy en día una especie de parque: los niños juegan allí entre desmoronadas paredes y zanjas, y soldados y trabajadores contemplan la vista a su ibérica manera, melancólica y carente de curiosidad. Por que hay una buena vista: las almenas dominan el río, y a su alrededor se extiende la gran llanura verde, desprovista de árboles, salpicada de pequeñas granjas, pero sin ningún pueblo que rompa la monotonía…

Es abajo, en el río, donde el carácter oriental de Badajoz se hace más manifiesto. No había lavanderas que canten como aquellas sirenas de los tiempos de Borrow, pero sí muchas llevando fardos y cántaros en la cabeza. Esto es algo que uno no ve en Andalucía. La mayoría de los pobres iban descalzos, y había más mulas y asnos de los que he visto en ninguna otra ciudad española
.”

Después de comer Brenan coge un taxi para visitar el lugar donde se produjo la batalla de Zallaka o Sagrajas de 1084. De regreso fue a la Plaza de la Catedral a tomar un café:

“¡Allí estaba de nuevo, aquella aceleración del pulso de las seis de la tarde, cuando la dormida ciudad despierta durante una hora o dos a una vida furiosa! Una vez más vimos las multitudes bien vestidas alineándose arriba y abajo por la calle estrecha: una vez más se detenían en un cierto punto y volvían atrás, para ser sustituidas allí por aún más densas multitudes de gente de clase trabajadora. Roncas mujeres amazónicas chillando sus mercancías, ciegos vendedores de lotería tanteando las paredes como lagartijas mientras caminaban, mujeres tan avanzadas en su embarazo que sus barrigas parecían apuntarle a uno como cañones, hombres con muletas, mujeres con cestos, gitanas descalzas, trabajadores, soldados. Luego llegamos a la plaza Alta y a las blancas y cavernosas arcadas, y subimos hasta el recinto del castillo. Una bandada de pájaros trazaba círculos en el aire sobre nuestras cabezas y, en los rotos arcos de las ruinas, se erguían las cigüeñas con su sabia mirada emplumada, haciendo resonar de tanto en tanto sus picos a su característica manera breugheliana, o abriendo y cerrando sus alas con solemne simbolismo.”

Es entonces cuando Brenan va a descubrir una de nuestras maravillas, la vista carmesí del atardecer desde la Alcazaba:

Una nube carmesí, suave como el ala de una polilla, se había extendido sobre el cuarto oriental del cielo, y bajo ella discurría el río, poco profundo, dividido en canales, serpenteando ahora en pálidas mangas, ahora en brillantes remansos, sobre su lecho guijarroso. Una hilera de mulas y caballos lo cruzaba, ya que los hombres que habían estado cavando en busca de arena regresaban a casa, y la llanura estaba transformándose de verde oscuro en marrón.”

A continuación la ciudad se transforma:

Entonces empezó a sonar la hora del ángelus... con un sonido como el golpear de pequeños platillos: el círculo de pájaros se hizo más rápido, y empezaron a sacar luces en las calles de bajo. Ya es hora de bajar (el guardia está haciendo sonar un silbato), y mientras descendemos por un sendero rocoso pasamos junto a algunas viviendas gitanas que han sido construidas entre las ruinas. Fuera de ellas, en el mismo suelo, arde un fuego, un hombre está martilleando una vasija de cobre, hay niños desnudos llorando, un atisbo de un pecho moreno, mientras de los bajos dinteles salen arrastrándose mujeres con bebés en los brazos y nos rodean, mendigando una limosna. Escapamos. Bajamos a través de una rota arcada del castillo y llegamos a la plaza Alta. Allá han encendido las luces. La multitud está arremolinándose y girando como los pájaros en el aire allá arriba. Pero, mientras observamos, se produce un cambio: los vendedores callejeros se están marchando, la gente que ha salido de compras vuelve a sus casas con lo comprado, la población nocturna está empezando a salir. Prostitutas recostadas indolentemente contra los arcos, soldados con rostros abotagados y ansiosos mirando hacia todos lados, las tabernas llenas. Apresuramos el paso. Ahora estamos en la larga calle comercial entre los paseantes de clase media. Destellos de ojos y dientes, oleadas de voces, estallidos de repentinas risas. Luego llegamos a la plaza: un instante más, y estamos resguardados en los asientos de felpa roja de un café. Hemos visto Badajoz.

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